miércoles, 29 de julio de 2015

La jugarreta de Daaf. Tercera parte.

En el Gran Salón de la catedral de Sinax había un gran revuelo. Un enjambre de asistentes y voluntarios iban de un lado para otro, llevando objetos, realizando preparativos, limpiando o con cara de andar perdido. El bullicio de voces, cacharros puertas y pasos formaba la banda sonora del evento. Y desde la baranda del estrado principal, la persona que representaba la máxima autoridad con respecto a la magia en el reino, el Ilustre Magna, observaba el desarrollo de los preparativos con seriedad y concentración. Cualquier detalle era de principal importancia. Junto a él, sus cuatro consejeros vigilaban con el mismo esmero toda la escena. No podría decirse que los ropajes que vestían tales personalidades fueran demasiado ostentosos, pero aun así, les conferían una poderosa presencia. Las largas capas con capucha de los consejeros, completando la imagen de la ligera armadura de cuero dorado que cubría la túnica del líder mágico, junto a su amuleto colgante sobre su frente, componían una estampa impresionante que espoleaba a cualquiera que parase un momento a contemplar el paisaje.
-Todo parece marchar adecuadamente, señor -murmuró uno de los consejeros.
El gentío empezaba a apartarse hacia las paredes, según la limpieza de la sala se iba cumpliendo, dejando el centro despejado. La mayoría de toda la decoración que normalmente adornaba la sala ya estaba almacenada en otros lugares del edificio, dejando a la sala circular nada más que su color blanco, y los pocos magos que ayudarían con el ritual ya se estaban terminando de preparar. El Ilustre Magna respiraba con satisfacción. Sí, todo parecía marchar adecuadamente.
Sin embargo, mezclado entre la muchedumbre y relativamente a salvo de las atentas miradas del estrado, había un muchacho ataviado con una túnica algo raída, de tez pálida y melena corta y oscura, que portaba uno de los últimos candelabros. Si cualquiera hubiera reparado en su cara, sin duda habría pensado que tramaba algo, pero esto no parecía ser fácil ya que su puntiaguda capucha, tan común entre la gente de la catedral, le ocultaba parcialmente el rostro. En realidad lo que este individuo tenía pensado hacer era poco, pero esperaba conseguir mucho con ello. Se encontraba tratando de acarrear el candelabro entre la gente, cuando, haciendo ver que era un accidente, lo dejó caer pesadamente en el suelo. Extrañamente, el potente gong metálico que emitió se escuchó justamente en la otra punta de la sala, sonido que desvió la mirada del Ilustre Magna durante una fracción de segundo. Este fue el momento que aprovechó el encapuchado para lanzar secretamente un minúsculo grano de sal transparente al centro de la sala. Una vez hecho, volvió a levantar el candelabro, lo sacó de la sala y ya no volvió a aparecer.
Quince minutos después, la limpieza se había completado, y en la sala no quedaban más que las personas que iban a participar en la apertura del portal al Plano de Cristal: varios encapuchados apostados tras las columnas que rodeaban la sala, tres magos con sus túnicas habituales, una figura al fondo, toda ataviada del mismo blanco que brillaba en la estancia, y detrás del Ilustre Magna y sus consejeros se encontraba cerca de una docena de magos y hechiceros, los cuales esperaban con cierto nerviosismo el momento en el que emprenderían un viaje de exploración junto a su jerarca. La tensión podía palparse a través del silencio. De pronto, el Ilustre Magna alzó las manos y ordenó:
-¡Que comience el ritual!
Y como respondiendo a tal proclama, el sujeto vestido de blanco se puso en movimiento y comenzó a acercarse solemnemente al centro de la sala, portando lo que parecía ser una piedra entre sus manos. Esta sin duda había sido creada por algún medio místico, ya que cuando le alcanzaba un rayo de sol proveniente de los altos ventanales, emitía destellos irisados, como si se tratase de un prisma descomponiendo la luz en colores. Una vez alcanzó el centro, el hombre de blanco la dejó con mucho cuidado en el suelo, tras lo cual se sacó de sus anchas mangas un fragmento de espejo de más o menos el mismo tamaño de la piedra, y lo colocó bocabajo sobre la misma. Completado su papel, se alejó con la misma actitud respetuosa.
El siguiente turno fue para el grupo de gente encapuchada que se encontraba a uno y otro lado de la sala. Como si todos ellos formasen un coro, empezaron a emitir un canto grave y profundo, cada uno a una distinta altura, formando una cacofonía inquietante. Esta extraña música aparentemente tuvo algún efecto sobre el espejo, que se puso a ascender en el aire hasta que una nueva voz más aguda resonó en el coro, momento en el que se detuvo a metro y medio del suelo.
En medio de esta situación, con el coro sosteniendo su canto y acaso con ello sosteniendo también el espejo en el aire, el mago que se encontraba al pie de las escaleras que llevaban al estrado se concentró en realizar su parte. Cerró los ojos, dirigió sus manos a la piedra y pronunció algún tipo de conjuro. De sus dedos surgieron unas brillantes lenguas de fuego dorado, que rápidamente fueron disparadas contra la piedra. Esta continuó ardiendo con esas mismas llamas hasta que, quizá alimentada por dicha energía, lanzó un rayo blanco hacia el espejo, haciéndolo tambalearse ligeramente y arrancándole un sonido como de diapasón que acalló inmediatamente los cánticos. Entonces el Ilustre Magna se adelantó un paso y se arremangó. Este realizó complicados sellos con las manos, que hicieron estabilizarse al espejo de nuevo, ahogando de esta manera su sonido de diapasón. En aquel momento, la imagen que podría verse de la piedra y su rayo en el espejo comenzó a proyectarse tras él, como si el mismo reflejo hubiese escapado hacia el mundo real. Ahora parecía que hubiese un gran rayo con el espejo en el centro y sendas piedras idénticas en sus extremos. Lo que nadie advirtió es que el grano de sal que antes fue arrojado también se proyectó, formando un minúsculo punto que resultaba imposible de distinguir. Ajeno a tal circunstancia, el Ilustre Magna dio con la cabeza la señal de continuar.
El mago que había lanzado las llamas aún se encontraba controlando el proceso, y en aquel momento intensificó la energía que había mandado a la piedra, consiguiendo así empujar el espejo hacia arriba y talmente haciendo el rayo mucho más alto de lo que era. Los otros dos piromantes que habían estado aguardando hasta ese momento su intervención se pusieron en posición y añadieron su fuego al rayo, un fuego de tonalidades naranja oscuro y azul. Con esto, la luz del rayo se intensificó súbitamente, cubriendo por igual el espejo y la piedra. El espejo se partió en mil pedazos y se repartió por todo el haz. Todos se encontraban expectantes. Era el momento más crítico. Podía verse al Ilustre Magna, contraído en el último gesto que había realizado con las manos, mirando fijamente el fenómeno que gobernaba su Gran Salón. Hubo unos interminables segundos de espera. Y entonces...
Un gran estruendo, como si estuvieran rasgando una tela inmensa, inundó la estancia. El rayo de luz se ensanchó hasta convertirse en un óvalo, y se siguió ensanchando hasta que a través de él pudo vislumbrarse un extraño pasaje. El Ilustre Magna por fin relajó la postura. Resopló una vez, miró a todos los presentes y alzó las manos de nuevo. El portal se había abierto con éxito.
Todos los presentes aplaudieron y vitorearon. El Ilustre Magna respondió a la ovación con una reverencia, y enseguida se dispuso a bajar las escaleras guiando a sus acólitos a tierras desconocidas. Se detuvo al pie de la escalera y comenzó un breve discurso.
-Este es un gran momento para los de nuestra orden. Hoy, varios de mis mejores alumnos descubrirán conmigo una parte más del codiciado Plano de Cristal. Es en esta hora en la que os pido...
El Ilustre Magna continuó su discurso con seriedad y solemnidad, y mientras todo esto sucedía, el portal, que aún continuaba abriéndose, se encontró con el grano de sal y su reflejo. Esto le provocó una sacudida que interrumpió el discurso e hizo que todos los presentes se sobresaltaran, incluido el Ilustre Magna. Su rostro se contrajo en una mueca de preocupación, y cuando estaba a punto de acabar rápidamente su discurso para partir cuanto antes, un millar de arcos voltaicos recorrieron la abertura del portal, que empezó a contraerse y retorcerse, emitiendo flashes de luz amarillenta hasta que todo, luz, portal, rayos eléctricos y grano de sal, se concentró en un punto y desapareció con un estampido ensordecedor, creando con ello una onda expansiva que tiró a todo el mundo al suelo. Hubo unos segundos de quietud absoluta antes de que se armase un gran alboroto. Todos se encontraban confundidos y consternados. Un ritual perfecto había sido arruinado en el último momento. Y en medio de todo el caos, el Ilustre Magna, tras levantarse con una mirada sombría y colérica en el rostro, se acercó a uno de sus consejeros y le ordenó en un susurro amenazador:
-Traedme a Daaf. Vivo. 

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